12.22.2013

Crónica de un suicida II

Ya tenía mucho tiempo que no hablaba con ella, hacía ya muchas lunas desde nuestro último encuentro que pensé que ya me había olvidado y se había fugado con otro de sus amantes.

Me la encontré mientras tenía uno de esos arrebatos de tristeza aguda que te hacen cruzar la calle sin precaución, esperando a que algo funesto suceda, pero la vi al otro lado de la acera, como siempre, elegante, seductora, con esa mirada que te deja helado, me sonrió y solo se limito a mover su indice en signo de negación, entendí que hoy no seria el día en el que nos reuniríamos para siempre. Logre pasar la calle sin pena ni gloria para después caer en sus brazos, fue un abrazo cálido, tan cálido que me hizo sentir como en mi hogar, fue eterno su muestra de afecto que tan solo duro un cambio de luces del semáforo, al liberarme de su abrazo tan acogedor como aterrador, nos limitamos a vagar por las calles platicando de sin sentidos y lo arduo de su trabajo y así entre conversaciones llegamos al centro de la ciudad, bella ciudad colonial, con sus matices rosas, y su iluminación que evoca la nostalgia de todos los desamores que se han suscitado en sus calles. Nos sentamos en una plaza donde ahora sus alrededores se destinan al comercio de brebajes para dar calor al alma y otros tantos para acelerar un poco el pensamiento.

Charlamos sobre lo nuestro, aunque ella solo me daba evasivas, solo se limitaba a sonreír y decirme que fuera feliz, que ella nunca me olvidaría y que en algún momento regresaría gustosa para ahora si emprender ese largo viaje que hemos planeado desde hace ya tanto tiempo.

Me así de su brazo y lloré, de mi boca salían palabras para convencerla de que yo ya estaba listo para ese gran compromiso, que ya estaba preparado para casarme con ella, solté su brazo para secarme las lagrimas que nublaban mi vista y advertí que las personas circundantes me observaban de manera extraña, como si yo estuviera platicando con el helado aire que acompaña esta temporada. Gire mi cabeza hacia el lugar donde ella se encontraba, pero se había esfumado, escurridiza como siempre, se fue sin despedirse y sin decirme cuando nos volveríamos a ver, nunca debí soltarle el brazo hubiera sido mejor haberme quedado ciego por mi sollozo.

Y ahora que escribo estas palabras al borde de un colapso nicotínico, sé que la quiero, sé que extraño su presencia, es el único ser que no me ha abandonado y nunca lo hará. 

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